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Permanecimos un momento silenciosos. Cae la
noche; distingo apenas la mancha pálida de su rostro.
Su vestido negro se confunde con la sombra que invade
la habitación. Maquinalmente tomo la taza donde queda
todavía un poco de té y la llevo a los labios. El té está
frío. Tengo ganas de fumar, pero no me atrevo. Siento
la impresión penosa de que no tenemos más nada que
decirnos. Todavía ayer pensaba hacerle tantas
preguntas: ¿dónde había estado, qué había hecho, a
quién había conocido? Pero esto me interesaba sólo
en la medida en que Anny se hubiera entregado con
toda el alma. Ahora perdí la curiosidad: todos los países,
todas las ciudades por donde ha pasado, todos los
hombres que le han hecho la corte y que quizá ella ha
amado, todo eso no importa, todo eso le es en el fondo
tan indiferente: pequeños destellos de sol en la
superficie de un mar oscuro y frío. Anny está frente a
mí, hacía cuatro años que no nos veíamos, y no
tenemos nada más que decirnos.
 Ahora  dice Anny de golpe debes
marcharte. Espero a alguien.
 ¿Esperas?...
 No, espero a un alemán, un pintor.
Se echa a reír. Esa risa suena extrañamente en
la habitación oscura.
 Mira, ahí tienes a uno que no es como nosotros,
todavía. Obra, se gasta.
Me levanto de mala gana.
 ¿Cuándo volveré a verte?
 No sé, salgo mañana a la noche para Londres.
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 ¿Por Dieppe?
 Sí, y creo que después iré a Egipto. Quizá
pasaré por París el próximo invierno; te escribiré.
 Mañana estoy libre todo el día  le digo
tímidamente.
 Sí, pero yo tengo mucho que hacer  responde
con voz seca . No, no puedo verte. Te escribiré desde
Egipto. Sólo tienes que darme tu dirección.
 Es ésta.
Garabateo mi dirección en la penumbra, en un
trozo de sobre. Tendré que avisar en el hotel Printania
que me envíen las cartas, cuando me vaya de Bouville.
En el fondo, sé que no escribirá. Tal vez la veré dentro
de diez años. Tal vez sea la última vez que la veo. No
estoy simplemente abrumado porque la dejo; tengo un
miedo horrible de volver a mi soledad.
Anny se levanta; en la puerta me besa ligeramente
en la boca.
 Para acordarme de tus labios  dice
sonriendo . Tengo que rejuvenecer mis recuerdos
para mis  Ejercicios espirituales .
La tomo del brazo y la acerco a mí. No resiste,
pero dice que no con la cabeza.
 No. Ya no hay interés. No es posible empezar
de nuevo... Y además, para lo que se puede hacer
con la gente, el primer recién llegado un poco buen
mozo vale tanto como tú.
 Pero entonces, ¿qué vas a hacer?
 Ya te lo he dicho, voy a Inglaterra.
 No, quiero decir...
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 ¡Bueno, nada!
No he soltado sus brazos, le digo dulcemente;
 Y tengo que dejarte después de haberte
encontrado.
Ahora distingo claramente su rostro. De pronto
se pone pálido y descompuesto. Un rostro de vieja,
absolutamente horrible; estoy bien seguro de que no lo
ha buscado; está ahí, sin que lo sepa, acaso a pesar
suyo.
 No  dice lentamente , no. No me has
encontrado.
Desprende sus brazos. Abre la puerta. El corredor
está bañado de luz.
Anny se echa a reír.
 ¡Pobre! No tiene suerte. La primera vez que
interpreta bien su papel, nadie se lo agradece. Vamos,
vete.
Oigo cerrarse la puerta a mis espaldas.
Domingo.
Esta mañana consulté la guía de ferrocarriles;
suponiendo que no me haya mentido, partirá en el tren
de Dieppe a las cinco y treinta y ocho. ¿Pero y si el
tipo la llevara en auto? Vagué toda la mañana por las
calles de Menilmontant y a la tarde por los muelles.
Unos pasos, unas paredes me separaban de ella. A las
seis y treinta y ocho nuestra conversación de ayer se
convertiría en un recuerdo, la mujer opulenta cuyos
labios habían rozado mi boca, se uniría en el pasado a
la chiquilla delgada de Meknes, de Londres. Pero aún
no era pasado, puesto que todavía estaba allí, todavía
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era posible volver a verla, convencerla, llevarla conmigo
para siempre. Aún no me sentía solo.
Quise apartar de mi pensamiento a Anny porque,
a fuerza de imaginar su cuerpo y su rostro, había caído
en una extremada nerviosidad; me temblaban las manos
y sentía por todo el cuerpo estremecimientos helados.
Me puse a hojear los libros en los escaparates de los
revendedores y muy especialmente las publicaciones
obscenas, porque a pesar de todo, entretienen la
mente.
Cuando dieron las cinco en el reloj de la estación
de Orsay, estaba mirando las figuras de una obra
titulada El doctor del látigo. Eran poco variadas: en la
mayor parte un barbudo alto blandía una fusta sobre
monstruosas grupas desnudas. Cuando me di cuenta
de que eran las cinco, arrojé el libro entre los demás y
salte a un taxi que me condujo a la estación Saint-
Lazare. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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